—Para practicar vudú y manipular esos fetiches
humanoides, antes, deberías saber ciertas cosas —dijo— casi en un susurro, la abuela Nicomedes. Pero la oí y en ese
preciso instante, confirmé, definitivamente, mis dotes de bruja. Fue entonces,
que previo acuerdo del pago —dos cigarritos y un chupito de aguardiente
por cada clase— comenzó la doctrina. A escondidas, comenzamos a
reunirnos por las noches, en las que me fue revelando teorías herméticas. Habló
de la piedra filosofal, de la materia quinta esenciada, de ancestrales
alquimistas… Presa del encantamiento de su voz, agudizaba los oídos para
empaparme de tal sabiduría, aunque esperaba con ansias algún tipo de liturgia. —Ya
llegará la iniciación, en ceremonia de alta magia blanca —decía—
y repetía: “Luna nueva bendita, con tus cuatro cuartos crecientes, en tus
idas y venidas, tráeme muchas de éstas semillas”
Anoche, mientras escribía este relato, caí en un sueño
profundo, hasta que la abuela Nico, cual tromba, irrumpió en la sala:
—Nena, ¡despierta! Es viernes ¡Son las vísperas de
Halloween! ¡Ya es la hora! ¡Y por favor, llámame Carmen, gurisa!... que de no
haber muerto, nadie, nunca jamás, hubiese sabido que me llamaba Nicomedes—
En recuerdo de mi abuela materna —que no conocí—
Se bautizó a sí misma:
Carmen Cajes. Cuando murió se supo la verdad: Se
llamaba Nicomedes Zaragoza.
No era bruja, yo sí.
2 comentarios:
Bello relato y un gran homenaje
¡Gracias FRan!
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